No existe mal del que Dios no pueda obtener un bien más grande

Ayer jueves 12/11 recibí el premio al Emprendedor Social del año 2015 por la Fundación Venezuela sin Límites y la Schwab Foundation, por lo que estoy muy agradecido y orgulloso. Me compromete aún más a seguir trabajando e intentar construir un mejor país, dando oportunidades a las personas a través de la educación para un trabajo digno. Este año he sido testigo de tantos cambios positivos en muchas personas, incluyéndome, que sobran las evidencias del bien que podemos hacer por el otro.


Cuando el escritor Cesare Pavese obtuvo el más prestigioso premio literario italiano, el Premio Strega, comentó: «También has conseguido el don de la fecundidad. Eres dueño de ti mismo, de tu destino. Eres célebre como quien no trata de serlo. Pero todo esto se acabará. Esta profunda alegría tuya, esta ardiente saciedad, está hecha de cosas que no has calculado. Te la han dado. ¿A quién, a quién, a quién darle las gracias? ¿Contra quién blasfemar el día en que todo se desvanezca?» (C. Pavese, El oficio de vivir, op. cit., p. 355). Y el mismo día de la entrega del premio escribió: «En Roma, apoteosis. ¿Y qué?» (Ibídem, p. 374). Esto muestra la trascendencia del motivo por el cuál trabajamos, el valor de afirmar a Dios como el único que puede satisfacer el deseo infinito de nuestro corazón. Así me siento ahora.



Pero hoy viernes 13/11 ocurren los atentados terroristas en París con muchos muertos y una muestra de maldad sin proporciones. Luego de la alegría del premio queda en evidencia que hay un aspecto misterioso en la libertad del hombre que no logro comprender. Pareciera que luego de tanto bien llega la noche oscura del mal.


Además de rezar por las víctimas me vino a la mente el texto de San Juan Pablo II en su libro Memoria e Identidad que me ayuda a tomar una postura más adecuada.

"¿Querrán los hombres tomar nota de las dramáticas lecciones que la historia les ha dado? O, por el contrario, ¿cederán ante las pasiones que anidan en el alma, dejándose llevar una vez más por las insidias nefastas de la violencia?

El creyente sabe que la presencia del mal está siempre acompañada por la presencia del bien, de la gracia. San Pablo escribió: «No hay proporción entre la culpa y el don: si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos» (Rm 5, 15).

Estas palabras siguen siendo actuales en nuestros días. ​... Donde crece el mal, crece también la esperanza del bien. En nuestros tiempos, el mal ha crecido desmesuradamente, sirviéndose de los sistemas perversos que han practicado a gran escala la violencia y la prepotencia.

Pero, al mismo tiempo, la gracia de Dios se ha manifestado con riqueza sobreabundante. No existe mal del que Dios no pueda obtener un bien más grande. No hay sufrimiento que no sepa convertir en camino que conduce a Él. Al ofrecerse libremente a la pasión y a la muerte en la Cruz, el Hijo de Dios asumió todo el mal del pecado. El sufrimiento de Dios crucificado no es sólo una forma de dolor entre otros, un dolor más o menos grande, sino un sufrimiento incomparable. Cristo, padeciendo por todos nosotros, ha dado al sufrimiento un nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimensión, en otro orden: en el orden del amor. Es verdad que el sufrimiento entra en la historia del hombre con el pecado original. El pecado es ese «aguijón» (cf. 1 Co 15, 55-56) que causa dolor e hiere a muerte la existencia humana. Pero la pasión de Cristo en la cruz ha dado un sentido totalmente nuevo al sufrimiento y lo ha transformado desde dentro. Ha introducido en la historia humana, que es una historia de pecado, el sufrimiento sin culpa, el sufrimiento afrontado exclusivamente por amor. Es el sufrimiento que abre la puerta a la esperanza de la liberación, de la eliminación definitiva del «aguijón» que desgarra la humanidad. Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor, y aprovecha incluso el pecado para múltiples brotes de bien.

Todo sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad, encierra en sí una promesa de liberación, una promesa de la alegría: «Me alegro de sufrir por vosotros», escribe San Pablo (Col 1, 24). Esto se refiere a todo sufrimiento causado por el mal, y es válido también para el enorme mal social y político que estremece el mundo y lo divide: el mal de las guerras, de la opresión de las personas y los pueblos; el mal de la injusticia social, del desprecio de la dignidad humana, de la discriminación racial y religiosa; el mal de la violencia, del terrorismo y de la carrera de armamentos. Todo este sufrimiento existe en el mundo también para despertar en nosotros el amor, que es la entrega de sí mismo al servicio generoso y desinteresado de los que se ven afectados por el sufrimiento.

En el amor, que tiene su fuente en el Corazón de Jesús, está la esperanza del futuro del mundo. Cristo es el Redentor del mundo: «Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron» (Is 53, 5)."

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