EL TRABAJO: MODALIDAD Y SIGNIFICADO
Es imposible negar los cambios que ha sufrido nuestra modalidad de trabajar en los últimos 20 años, justamente cuando me tocó comenzar a trabajar profesionalmente. Si bien en la primera mitad de los 90 se comenzaba a sentir el impacto de la tecnología en la forma de trabajar, no se hacía tan evidente como hoy en día. El “home-working”, el “teletrabajo” y la “ubicuidad” que estudié en mi maestría a finales de los 90 eran visiones de futuro, comenzábamos a realizar video-conferencias pero con equipos sofisticados y un ancho de banda casi inaccesible para la época, comparado con la posibilidad que tenemos hoy en día de hacer video llamadas desde un dispositivo móvil. Somos hijos del uso del celular e Internet para trabajar, y nuestra paciencia es llevada al límite cuando alguien tarda más de un día en responder un correo electrónico. Es difícil imaginar ciertos tipos de trabajo sin el uso de la tecnología: basta con pensar en un vendedor sin celular y acceso a internet para dar respuesta inmediata a sus clientes, alguien que trabaje a nivel internacional y quiera dar a conocer sus productos o el impacto en la optimización de la producción de ciertos bienes, sin hablar los nuevos trabajos que la tecnología ha permitido que existan. La tecnología también ha revolucionado casi todos los ámbitos de la vida de la persona, las modalidades de relacionarse, de entretenerse, de estudiar, etc., pero quisiera detenerme de manera especial sobre el impacto en el modo de trabajar.
Estos primeros flash
quieren servir de preámbulo a una reflexión sobre la relación entre la
modalidad con la cual trabajamos, impactada principalmente por la tecnología, y
la esencia misma del trabajo. Cierta tendencia post-moderna centrada únicamente
en la modalidad de trabajar valora la dignidad y el valor del trabajo con dos
parámetros: la inmediatez y volumen de las ganancias con poco esfuerzo, y el
éxito profesional o empresarial. Una de las tantas consecuencias de esto lo
vemos en la crisis que estalló en el 2008 y que sus repercusiones económicas
son signos de una crisis antropológica más profunda. De la misma manera se
refleja en la poca valoración del trabajo manual, relegado a un tema de
tercerización asiática.
De aquí surge la pregunta:
¿bastaría detenernos en la forma de trabajar, en la adopción de nuevas técnicas
para entender el significado del trabajo? En estos tiempos nos enfocamos más en
la modalidad que en el significado mismo del trabajo. Frente a los cambios de
sus tiempos, Carlos Marx a mediados del siglo XIX (hace 150 años aprox.)
re-planteaba el valor del trabajo en su libro “El Capital”; o incluso antes que
él, Adam Smith, en la segunda mitad del siglo XVIII (hace más de 250 años), ya
delineaba parámetros de una nueva economía para la época, definiendo el valor
del trabajo en su libro “La riqueza de las naciones”. Cada uno de ellos, desde
su punto de vista e ideas, afirmando las reivindicaciones del proletariado o de la mano invisible del mercado, reflexionaron
entre el valor de la persona y su trabajo, generando corrientes de pensamiento
que han influenciado la manera de pensar la economía y lo social en los últimos
100 años. Eran tiempos de grandes cambios y revoluciones para la humanidad que
hacían repensar la modalidad de generación de bienes, la producción, la
relación entre clases sociales y se llegaba a preguntar por el valor de la
persona en su relación con la materia prima, con su intelecto, con lo que en si
misma era. Hoy en día todo lo domina la técnica y solo hasta hace pocos años se
empezó a valorar al capital humano (como
uno más de los capitales necesarios en una empresa), más allá del recurso humano (factor de producción al
igual que otros recursos).
Sin embargo, hoy en
día, en el primer decenio del siglo XXI, ¿se ha reflexionado adecuadamente
sobre el valor mismo del trabajo y la persona que trabaja? Esta pregunta nos
lanza a otra que ayuda a ubicarnos en el tiempo: ¿Desde cuándo para el hombre
el trabajo comenzó a tener sentido? Esto no ocurrió desde hace unos cientos de
años, es decir, no es fruto de una ideología o corriente de pensamiento
particular, sino que tiene una data de un poco más de 2.000 años. Para todas
las grandes civilizaciones e imperios de la antigüedad, desde la Antigua Grecia
hasta el Imperio Romano, el trabajo (especialmente el manual) era para los
esclavos. De hecho, para estos grandes imperios, además de las conquistas
basadas en sus tecnologías militares, su economía dependía en gran parte de la
esclavitud. Se manejaban los “recursos humanos” que obtenían con los pueblos
conquistados. Siendo fieles a la historia y profesando la religión que se
tenga, hay que reconocer que la gran revolución del trabajo la inició un hijo
de carpintero, Jesús de Nazareth, quien no solo ha sido el único hombre en la
historia que se ha identificado como Dios, sino que tuvo la osadía de
identificar a “Dios como el eterno trabajador” (Jn 5,17). Este inicio alcanzó
su esplendor en la experiencia monacal que iniciaría San Benito Abad en el
siglo VI (¡hace 1.500 años!), donde se retoma toda la cultura clásica y se
sientan las bases del desarrollo de Occidente con la regla Ora et lavora (oración y trabajo), que constituye la primera
definición de jornada laboral conocida. De esta forma el trabajo se convierte
en la forma más expresiva de la personalidad humana, de la relación que el
hombre tiene con Dios. Como dice Luigi Giussani en su libro El Yo, el Poder, las Obras, «El trabajo
es la expresión total de la persona. (…) si el hombre es relación con el
infinito, con lo eterno, con el Misterio, entonces el trabajo afecta
verdaderamente a todo, a todas las expresiones de la persona, pues todo lo que
expresa a la persona como relación con el infinito se llama “trabajo”. »
Sobre esta reflexión, entre modalidad y significado del trabajo, la doctrina social de la iglesia católica a través de sus numerosas encíclicas ha realizado aportes decisivos, y una de sus voces más significativas ha sido también uno de los más grandes personajes del siglo XX: el beato Juan Pablo II, quien en el año 1979 en una homilía en el Santuario de la Santa Cruz de Mogila (Polonia), afirmaba que: «la problemática contemporánea del trabajo humano, en última instancia, no se reduce —me perdonen todos los especialistas,— ni a la técnica ni tanto menos a la economía, sino a una categoría fundamental, a saber, a la categoría de la dignidad del trabajo, o sea, de la dignidad del hombre. La economía, la técnica y tantas otras especialidades y disciplinas, tienen su razón de ser en esa única categoría esencial. Si no se inspiran en ella y se forman fuera de la dignidad del trabajo humano, están equivocadas, son nocivas y van contra el hombre. Esta categoría fundamental es humanista. Me permito decir que esta categoría fundamental: categoría del trabajo como medida de la dignidad del hombre, es cristiana.»
De allí nace la
relación del trabajo con el valor de la persona. Porque ver el trabajo únicamente
como un derecho, un deber, una contraprestación, la posibilidad de
reivindicación social o un factor de producción, es reducir su significado
último que está estrechamente ligado con la trascendencia misma de la persona.
Desde la perspectiva cristiana «El trabajo es un bien del hombre –es un bien de
su humanidad– porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la
naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí
mismo como hombre, es más, en cierto sentido “se hace más hombre”» (Cfr.
Encíclica Laborens Exercens). Esto implica una dignidad olvidada y poco
valorada hoy en día; porque todos: el ama de casa, el agricultor, el
carpintero, el ejecutivo totalmente digitalizado y el empresario, tienen el
mismo valor como personas y entonces su trabajo tiene la misma dignidad.
Es necesario no
perder de vista el significado del trabajo y el valor que esto genera para cada
persona en su realización, porque de esta manera el modo con el cual se trabaja
y la aplicación de la tecnología no se ubica como una distracción o un fin en
sí misma, sino que es un servicio para que el hombre pueda trabajar mejor y así
poder estar más consciente del valor de todo lo que Dios le ha confiado. La
persona de esta forma se convierte en participe de la creación, somos “socios”
del Creador para completar su obra y así más conscientes del valor de nuestro
trabajo para nosotros mismos, nuestros seres queridos y el bien común de la
sociedad.
Comentarios
Publicar un comentario